QUEVEDO Y LOS MÉDICOS
quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga...
En 1629, Quevedo escribe su tratado satírico Libro de todas las cosas, y en el capítulo «Para saber todas las ciencias y artes mecánicas y liberales en un día» tenemos un texto perfecto para enmarcar desde el principio este tema:
Si quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados,
ropilla larga y en verano sombrerazo de tafetán. Y teniendo esto, aunque no hayas visto libro, curas y eres doctor; y si andas a pie aunque seas Galeno, eres platicante. Oficio docto, que su ciencia consiste en la mula.
La ciencia es ésta: dos refranes para entrar en casa; el ¿qué tenemos? ordinario, venga el pulso, inclinar el oído, ¿ha tenido frío? Y si él dice que sí primero, decir luego: «Se echa de ver. ¿Duró mucho?» y aguardar que diga cuánto y luego decir: «Bien se conoce. Cene poquito escarolitas; una ayuda». Y si dice que no la puede recibir, decir: «Pues haga por recibilla». Recetar lamedores, jarabes y purgas para que tenga que vender el boticario y que padecer el enfermo. Sangrarle y echarle ventosas; y hecho esto una vez, si durare la enfermedad, tornarlo a hacer, hasta que, o acabes con el enfermo o con la enfermedad. Si vive y te pagan, di que llegó tu hora; y si muere di que llegó la suya. Pide orines, haz grandes meneos, míralos a lo claro, tuerce la boca. Y sobre todo advierte que traigas grande barba, porque no se usan médicos lampiños y no ganarás un cuarto si no pareces limpiadera. Y a Dios y a ventura, aunque uno esté malo de sabañones, mándale luego confesar y haz devoción la ignorancia. Y para acreditarte de que visitas casas de señores apéate a sus puertas y entra en los zaguanes y orina y tórnate a poner a caballo; el que te viere entrar y salir no sabe si entraste a orinar o no.
Por las calles ve siempre corriendo y a deshora, por que te juzguen por médico que te llaman para enfermedades de peligro. De noche haz a tus amigos que vengan de rato en rato a llamar a tu puerta en altas voces para que lo oiga la vecindad: «Al señor doctor que lo llama el Duque; que está mi señora la Condesa muriéndose; que le ha dado al señor Obispo un accidente» y con esto visitarás más casas que una demanda y tendrás horca y cuchillo sobre lo mejor del mundo.
(Quevedo, Libro de todas las cosas, en Obras completas, ed. Buendía, 1974, pp. 127-28.)
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Entre 1634 y 1636, escribe Quevedo su tratado Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo, una obra impregnada de neoestoicismo en la que leemos:
Severamente fue docto Hipócrates, eruditamente fue docto Galeno; empero ninguno de los dos fue tan docto y erudito, como oscuras y contingentes las causas y principios de las dolencias. Muy excelentes médicos ha habido y hay en el mundo; empero todos curan con lo que saben, por lo que conjeturan de lo que ignoran y no ven; la parlería
más cierta de que se valen es el movimiento del pulso, la color y otras señales de la urina; mas estos son chismes de la naturaleza, no confesión. Juzgan con el uno la desigualdad o intercadencia, en la otra lo claro o lo turbio, lo encendido o lo benigno, lo seroso o lo delgado; empero necesita el físico la sospecha para rastrear las causas, que pueden ser infinitamente diferentes: por donde sin culpa de la ciencia se ocasionan los errores en las curas más judiciosas. […] Confieso que hay excepción de excelentes y fieles y doctos médicos y artífices; mas no presumo hallarla yo. No por esto los desprecio, si bien los excuso.
(Quevedo, Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo y cuatro fantasmas de la vida, en Obras completas, ed. Buendía, 1974, p. 1455 y 1457.)
La ciencia es ésta: dos refranes para entrar en casa; el ¿qué tenemos? ordinario, venga el pulso, inclinar el oído, ¿ha tenido frío? Y si él dice que sí primero, decir luego: «Se echa de ver. ¿Duró mucho?» y aguardar que diga cuánto y luego decir: «Bien se conoce. Cene poquito escarolitas; una ayuda». Y si dice que no la puede recibir, decir: «Pues haga por recibilla». Recetar lamedores, jarabes y purgas para que tenga que vender el boticario y que padecer el enfermo. Sangrarle y echarle ventosas; y hecho esto una vez, si durare la enfermedad, tornarlo a hacer, hasta que, o acabes con el enfermo o con la enfermedad. Si vive y te pagan, di que llegó tu hora; y si muere di que llegó la suya. Pide orines, haz grandes meneos, míralos a lo claro, tuerce la boca. Y sobre todo advierte que traigas grande barba, porque no se usan médicos lampiños y no ganarás un cuarto si no pareces limpiadera. Y a Dios y a ventura, aunque uno esté malo de sabañones, mándale luego confesar y haz devoción la ignorancia. Y para acreditarte de que visitas casas de señores apéate a sus puertas y entra en los zaguanes y orina y tórnate a poner a caballo; el que te viere entrar y salir no sabe si entraste a orinar o no.
Por las calles ve siempre corriendo y a deshora, por que te juzguen por médico que te llaman para enfermedades de peligro. De noche haz a tus amigos que vengan de rato en rato a llamar a tu puerta en altas voces para que lo oiga la vecindad: «Al señor doctor que lo llama el Duque; que está mi señora la Condesa muriéndose; que le ha dado al señor Obispo un accidente» y con esto visitarás más casas que una demanda y tendrás horca y cuchillo sobre lo mejor del mundo.
(Quevedo, Libro de todas las cosas, en Obras completas, ed. Buendía, 1974, pp. 127-28.)
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Entre 1634 y 1636, escribe Quevedo su tratado Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo, una obra impregnada de neoestoicismo en la que leemos:
Severamente fue docto Hipócrates, eruditamente fue docto Galeno; empero ninguno de los dos fue tan docto y erudito, como oscuras y contingentes las causas y principios de las dolencias. Muy excelentes médicos ha habido y hay en el mundo; empero todos curan con lo que saben, por lo que conjeturan de lo que ignoran y no ven; la parlería
más cierta de que se valen es el movimiento del pulso, la color y otras señales de la urina; mas estos son chismes de la naturaleza, no confesión. Juzgan con el uno la desigualdad o intercadencia, en la otra lo claro o lo turbio, lo encendido o lo benigno, lo seroso o lo delgado; empero necesita el físico la sospecha para rastrear las causas, que pueden ser infinitamente diferentes: por donde sin culpa de la ciencia se ocasionan los errores en las curas más judiciosas. […] Confieso que hay excepción de excelentes y fieles y doctos médicos y artífices; mas no presumo hallarla yo. No por esto los desprecio, si bien los excuso.
(Quevedo, Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo y cuatro fantasmas de la vida, en Obras completas, ed. Buendía, 1974, p. 1455 y 1457.)
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