martes, 8 de octubre de 2013

Inocentes y llorones

La inocencia fue el rasgo positivo de la infancia más reconocido, extendido y valorado durante los siglos anteriores. Aceptar la inocencia infantil suponía admitir que los pequeños no dañaban deliberadamente y estaban dotados de una pureza tal, que si morían después de su bautizo, ingresaban directa e inmediatamente en el Cielo. Era fórmula habitual consolar a los padres y madres que perdían a su fruto recordándoles que el hijito muerto se había convertido en un «angelico del Paraíso». Solía bautizarse a los niños pronto para no correr riesgos, ya que el bautismo era rito de iniciación cuya falta impedía el acceso al Reino Celestial. De ahí que esta creencia estuviera en el origen de muchas actitudes, comportamientos e incluso creaciones. Sínodos y concilios recomendaban enseñar a los laicos la fórmula del sacramento en lengua vulgar, por si no hubiera un sacerdote cerca tras un parto peligroso y de ahí también que en determinadas zonas la licencia para ejercer el oficio de partera fuera expedida por el obispado. El hecho de retardar el bautizo era entendido como un síntoma de perversidad y/o de conversión ficticia por parte de quienes habiendo renunciado al judaísmo, no se habían entregado al cristianismo de corazón y retrasaban el momento de iniciar a sus descendientes, según lo estipulado por su nueva fe.

En ocasiones la Iglesia se enfrentó al problema que se presentaba cuando la madre moría durante el parto, recomendando que se extrajera al niño del útero y si todavía alentaba vida en él, se le bautizara inmediatamente.
Las criaturas muertas antes del sacramento se convertían en seres inquietantes que no sabían en qué «lugar» ubicarse en el Más Allá, y que por eso tendían a retornar a su hogar terrestre para que sus padres les acogieran y les aliviaran de su inmensa soledad.  ¿Dónde podían ir? ¿Dónde permanecer? El Cielo estaba cerrado a cal y canto puesto que no eran cristianos, el Infierno resultaba impensable porque no conocían el pecado propio, el Purgatorio era un «territorio» de paso para cumplir condena por las faltas personales de las que ellos carecían . Sin hogar definitivo, los niños podían vagar por las capas bajas de la atmósfera, pero a nadie se le ocultaba que la franja intermedia entre el cielo y el suelo era espacio transitado por legiones de demonios que podían atemorizar a los pequeños , que volvían a casa, a veces muy enfadados con sus poco diligentes padres, cuya dejadez había generado aquella situación insoportable y desesperada. Los niños muertos sin bautizar originaban miedo y angustia y quizás en estos sentimientos haya que buscar una de las causas de la pervivencia de la costumbre, constatada arqueológicamente durante la Edad Media, de enterrar a los pequeños cadáveres dentro de la casa, para evitar temibles reincorporaciones, puesto que con este rito se demostraba fehacientemente a la criatura que era aceptada por la familia .
El Limbo de los niños no satisfizo la necesidad de alojar adecuadamente a las criaturas fallecidas sin cristianar, pues era concebido como un espacio liminal, oscuro e incómodo -un infierno atenuado- en el que los pequeños no encontraban felicidad y sosiego.
Esta búsqueda de descanso eterno para los niños muertos antes del rito bautismal y de descanso de conciencia para sus padres propició el nacimiento de una especialización muy concreta, a saber, la de templos en los que se operaba la resurrección de los pequeños durante el tiempo imprescindible para pronunciar la fórmula y realizar los gestos iniciáticos. Así mismo, desde el siglo XIV, fue frecuente encontrar a padres y madres peregrinando con los cadáveres de sus niños hasta santuarios determinados en los que poder enterrarlos cristianamente .
Entre las familias que podían permitírselo, fue bastante habitual optar por la confección de trajecitos blancos para las criaturas que iban a recibir el bautismo. Estas ropitas se elaboraban en dicho color para simbolizar la apertura y la inocencia de quienes las portaban; el blanco fue un color estrechamente vinculado a la infancia , como también lo fue en ocasiones el rojo por su cualidad preventiva y benéfica para la salud .
Inocentes, puros... los niños y niñas eran considerados en muchas ocasiones verdaderamente encantadores y se les reconocía un don especial para conmover al Padre Todopoderoso y a su Hijo . De ahí que las vocecitas infantiles se alzaran en las rogativas que las ciudades bajomedievales efectuaban para pedir que llegara o se retirara el agua, para solicitar la desaparición de plagas o enemigos, para demandar la victoria bélica o agradecer la misma ... también las voces blancas eran especialmente idóneas para interceder y cantar por los muertos .

Si hubo un crimen al que la Baja Edad Media condenó sin fisuras, este fue el de la Matanza de los Inocentes, recordado cíclicamente con una celebración anual, representado plásticamente en múltiples ocasiones, y capaz de poner en ebullición la sensibilidad de las buenas gentes. Porque para las buenas gentes el asesinato de los niños era algo abominable, intolerable. La acusación que pesa sobre los judíos de pueblo deicida y profanador de hostias, se redondea y completa añadiendo los asesinatos rituales de niños.  Períodicamente ya desde el siglo XII, se cuenta una historia estremecedora, con ligeras variaciones a lo largo y ancho de Europa: los judíos han secuestrado, torturado y matado a un niño recreando la muerte de Jesús y actualizando su Pasión. De nada sirvió la bula de oro de Federico II, de 1236, exonerando a los judíos de tan odiosa carga, porque el codificado infanticidio siguió reapareciendo y en España lo hizo con éxito al menos en dos versiones, la de Santo Dominguito de Val en Zaragoza (año 1250) y la del santo niño de La Guardia, en Toledo (año 1490) .
En 1492, el notario zaragozano Francisco Vilanova, cristiano y culto, recoge una versión de esta historia, a la que considera «acto senyalado» dentro de los grandísimos males y daños que los judíos han causado a la cristiandad:
Que tomaron ciertos judios hun nynyo de tres anyos, o poco mas, e lo levaron a unas cuevas, e lo crucifficaron como a nuestro senyor Jhesu Chisto, e le sacaron el corazón.
         El impacto que la historia tenía allí donde se narraba y el hecho de que sirviera de justificación teórica para masacres antisemitas y abundara las causas de la expulsión de los judíos de España, evidencia, entre muchísimas otras cosas, un estado anímico colectivo proclive a vibrar ante la tortura infantil.

La inocencia de los pequeños no sólo era considerada frecuentemente graciosa, sino también útil, pues además de ablandar el oído y corazón divinos, servía como garantía de limpieza de los procedimientos, de manera que en los sorteos bajomedievales, se recurría a una mano inocente, es decir, infantil, para que Dios o la Fortuna pudieran manifestar sus designios sin obstáculos humanos.
         Y sin embargo un concepto tan bien asentado como el de la inocencia de niños y niñas no carece tampoco de fisuras, no faltan quienes proyectan intenciones adultas en las manipulaciones sexuales de los pequeños y algunos autores bajomedievales, como Giovanni Dominici, abogan por la estricta separación de los sexos a partir de los tres años.  Aún más, los niños pueden en ocasiones llegar a la perversidad, como los que apedrearon a Cristo cuando subía al calvario  y aquellos otros que, siglos después, intentaron lapidar a Mahoma en su entrada a la Ciudad y que, según la Tradición, procuraron al Profeta el día más triste y amargo de su existencia.
Uno de los comportamientos que puede alertar a los adultos sobre la falta de inocencia del niño o de la niña es el llanto desmedido. Se admite, los tópicos, dichos, refranes y proverbios se encargan de recordarlo, que los niños sean llorones por definición, pero también puede creerse que si el llanto se prolonga indefinidamente y más si se presenta acompañado de gritos, sea asunto diabólico.
Sin lugar a dudas una de las pruebas de madurez personal y afectiva más severas a las que puede someterse a cualquier adulto es aceptar serenamente el lloro continuado de una criatura. Diversos factores se suman hasta hacer de él una experiencia difícilmente soportable: este llanto, cuando se alarga, se convierte en un «despertador» óptimo del propio sufrimiento acumulado, con frecuencia mantenido a raya en el inconsciente mediante un férreo sistema de defensa; por otra parte, aún en los casos de adultos capaces de sentir empatía, la llantina desasosiega y desconcierta si tiende a mantenerse, ya que resulta muy difícil alcanzar con seguridad el móvil último del desconsuelo, de forma que el llanto duradero puede vivirse como una situación descontrolada. Actualmente sabemos con certeza que el llanto infantil siempre está motivado por alguna causa o causas, bien de raíz física -necesidad de alimento, de sueño, de higiene, etc.-, bien psicológica -necesidad de sentirse querido, acariciado, acompañado, atendido, etc.- o ambas.
En la Baja Edad Media, un niño que llorase mucho y con fuerza podía correr graves riesgos, pues no siempre iba a encontrar una mujer tan compasiva como la madre de Guibert de Nogent. Este autor del siglo XII resalta la beatitud de su madre que aguanta el llanto de un niño que ha adoptado:
El niño molestaba tanto a mi padre y a todos sus sirvientes con la intensidad de su llanto y sus gemidos durante la noche -aunque de día era muy bueno, jugando unos ratos y otros durmiendo-, que cualquiera que durmiera en la misma habitación difícilmente podía conciliar el sueño. He oído decir a las niñeras que tomaba mi madre que, noche tras noche, no podían dejar de mover el sonajero del niño, tan malo era, y no por su culpa, sino por el demonio que tenía en su interior y que las artes de una mujer no lograron sacarle. La santa señora padecía fuertes dolores; en medio de esos agudos chillidos, no había ningún remedio que aliviara su dolor de cabeza... Sin embargo, nunca echó de casa al niño.
         Peor suerte corrió en 1482 el hijo de Miguel Cortés, un niño que lloraba y no callaba, y que murió en La Vilueña, en la casa de sus nodrizos. Todo parece indicar que para Pedro Gallego, el marido de la nodriza, resultaba insufrible el lloro del pequeño, que tal vez había ido a ocupar el lugar y a mamar la leche de un hijo difunto. Antes de la tragedia, todo su afán había sido librarse de la criatura y expulsarla de su hogar .
Estos niños de llanto incesante, que exigían una atención prolongada, que no permitían dormir, se exponían a ser considerados engendros . En el texto de Nogent se dice que el crío no era culpable de su terrible conducta, puesto que ésta era consecuencia de su posesión demoniaca.
Aún más, puede avanzarse otro paso respecto a la posesión, pues existió la creencia bien enraizada y extendida por toda Europa, de que los niños sanos y tranquilos podían ser sustituidos por espíritus malignos que les suplantaban ocupando su lugar y que se caracterizaban por ser criaturas berreantes que no engordaban, aunque cinco mujeres les dieran de mamar. Tanto el Malleus Maleficarum de Sprenger y Krämer de 1487, como los escritos de Lutero se ocupan de estas sustituciones terribles y una de ellas, de la que fue objeto San Esteban cuando niño, se dejaba ver en los retablos bajomedievales que narraban la vida del santo . En una visita pastoral realizada en 1474, en Maluenda, el interrogatorio a los laicos saca a la luz los encantamientos y transgresiones que realizan dos mujeres del pueblo que siembran de tales cosas en las mugeres simples, una de estas vecinas con pocas luces ha sido informada por una de las acusadas que ,su fija le avyan cambiado las broxas .

Algunos autores han visto en los fajamientos apretados que inmovilizaban a las criaturas, a veces cabeza incluida, un medio para obstaculizar el llanto.
[...]
ELEMENTOS PARA UNA HISTORIA DE LA INFANCIA Y
DE LA JUVENTUD A FINALES DE LA EDAD MEDIA
María del Carmen García Herrero
(Universidad de Zaragoza)



 

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