La bruja no era, en principio, un ser marginado, al menos por lo que respecta a la zona del Mediterráneo, tal y como la ha definido A. García Cárcel (10). Las brujas son personajes cotidianos, en absoluto temidos, a los que gentes procedentes de capas sociales bien distintas recurren a fin de solucionar los más diversos problemas. Se recurre a ellas porque son depositarias de una sabiduría popular que las hace controladoras de la naturaleza y, por tanto, útiles y
efectivas.
La persecución y la caza de brujas que se produjo en toda Europa tuvo en España, en comparación con otros países, porcentajes ínfimos. Se procesaron mujeres por prácticas supersticiosas y brujería, pero la dureza y amplitud del fenómeno no fue comparable a la que se dio en Escocia, Alemania, etcétera.
Las interpretaciones sobre esa caza han sido múltiples. H. Ch. Lea defendió la inexistencia de las brujas aduciendo que eran invento de la propia Inquisición. Trevor-Roper ha visto en la persecución y explosión de violencia contra la brujería una identificación, por parte del poder, de la brujería con lo subversivo.
Desde posturas más antropológicas, Evans Pritchard y J. Caro Baroja han considerado la agresividad desplegada contra la bruja como una forma de válvula de escape de agresividades y tensiones sociales, utilizando a ésta como chivo expiatorio de todos los males de la sociedad. Evidentemente, todas estas interpretaciones, junto con otras, son explicativas del fenómeno, pero en España la poca incidencia, comparativamente hablando, de la caza de brujas hace necesario seguir buscando explicaciones.
Las brujas eran mujeres que podían solventar problemas, y problemas que afectaban directamente a las personas. La necesidad de tentar la suerte, de intentar, de todas las maneras posibles, conseguir lo mejor para uno mismo, hacía que la bruja tuviera siempre una nutrida clientela. El hombre o mujer que recurrió a ella para conseguir curar una enfermedad, conseguir la atención del otro, etcétera, no era consciente de practicar algo que estuviera en contradicción directa con la religión oficial, de hecho se entendía como algo perfectamente compaginable. Así pues, el problema que la brujería supuso en un momento dado no vendría determinado exclusivamente por una competencia directa con la religión oficial. La actitud de los inquisidores respecto a las brujas, hechiceras y otras mujeres que ejercieron prácticas supersticiosas fue de un cierto distanciamiento y escepticismo. A menudo se las veía como personas dominadas por una imaginación enfermiza, que con sus artimañas embaucaban a pobres ignorantes. Quizá el mismo hecho de que fueran mujeres quitó importancia a la consideración que se le dio al problema. La banalidad que caracterizaba a la mujer la hacía incapaz de desarrollar un sistema efectivo de creencias y prácticas pseudorreligiosas.
Es importante también señalar que los medios empleados por las brujas para llevar a cabo su trabajo eran, normalmente, inofensivos. Se mezclaban sistemáticamente elementos que podríamos definir de paganos junto a otros propios del ritual católico. Porque, en definitiva, el catolicismo, con el boato de sus ritos y la expresión dramática de sus prácticas, ¿no tenía también elementos propios del paganismo? Así pues, la brujería recogía, por una parte, tradiciones arcaicas en las que la mujer siempre había estado relacionada con los ritos nocturnos, la magia, la sexualidad, etcétera, y por otra, formas típicas del ritual católico.
A pesar de todo esto, pensamos que, aunque no se considerara a la bruja como un grave peligro, como practicante que era de un hecho que podía ser susceptible de castigo, sí que fue, ante la sabiduría de los libros -sabiduría evidentemente erudita, ortodoxa y masculina-, un personaje molesto, representativo de una cultura más popular, ancestral y mucho más independiente del poder por no emanar directamente de él. Es lógico, pues, que en un momento en que se está produciendo una lucha contra todo lo opuesto a la ortodoxia, la bruja también se transforme en un peligro.
En el caso de España, el intento de homogeneizar el país es obvio; tanto desde el punto de vista político-institucional como desde el punto de vista religioso se tenderá a una unificación de los elementos más diversos.
La bruja, sin ser una mujer del todo marginal, a partir de una coyuntura histórica concreta, se convertirá en incómoda para el poder, integrándola éste en el proceso de unificación que se está conformando.
Sin ver en la brujería y en su represión una lucha de sexos, ni ver a las brujas como unas feministas avant la lettre, sí que percibimos una cierta influencia del factor sexo en lo que respecta al tratamiento recibido por éstas.
La brujería fue protagonizada esencialmente por mujeres, fue una forma de manifestación específica, propia de personas que conocían un mundo no tan pragmático y racional como el de los hombres. En este sentido sí que se podía vislumbrar un conflicto de intereses.
Si los inquisidores supuestamente menospreciaron las actividades brujeriles y supersticiosas, por ser mujeres sus practicantes, ¿por qué la Iglesia intentó integrar en su código algunas manifestaciones e incluso a protagonistas de estas prácticas consideradas punibles? ¿No sería que ese menosprecio hacia ellas y a la vez ese aceptarlas eran expresión de un temor no asumido y, por ello, más recóndito y menos confesable?
[...]
MARGINACIÓN FEMENINA, pícaras, delincuentes, prostitutas y brujas.-
VILARDELL CRISOL
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