Sabemos muy
poco de esta mujer callada y discreta que fuese la esposa única y legítima de
Miguel de Cervantes, el “raro inventor” que vino a legarnos la mejor herencia
literaria y humanística de todos los tiempos. No obstante la sequía biográfica
de la singular entrañable persona, todo cuanto de ella esté al alcance de
nuestro humilde conocimiento lo vamos a expresar a continuación. Lo haremos
siempre y en cualquier lugar.
Parientes suyos
fueron Luís García de Salazar el Viejo y Juan de Salazar, éste último Alcaide
de el Alcázar de Toledo, ambos sobrinos del arzobispo don Alonso Carrillo.
El hecho de la
condición hidalga de doña Catalina es, pues, de toda evidencia, y aunque
Cervantes dijera que “la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud
vale por sí sola lo que la sangre no vale”, en otro pasaje del Quijote, donde
trata de la sin par Dulcinea del Toboso, muy posiblemente inspirado en su joven
esposa, dice: “Hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad,
agradable por cortés, cortés por bien nacida, y, finalmente, alta por linaje a
causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más
grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas”.
Sabemos con certeza
que fue la segunda de cinco hermanos, de los cuales solamente sobrevivieron
ella y dos más: Francisco y Fernando. El primero sería más tarde sacerdote y
Comisario del Santo Oficio en Esquivias, el segundo vendría a profesar en la
Orden de San Francisco, ubicada en el Monasterio de San Juan de os Reyes de
Toledo.
Sabemos que su
padre, don Fernando o Hernando, fallecido el 6 de febrero de 1584 (diez meses
antes de la boda de Cervantes y su hija), merced a su liberalidad, propia del
soldado que había sido –según autorizada opinión de su yerno-, ejerció toda su
vida de fatal administrador y de siniestro manirroto, por lo que dejó a su
familia endeudada hasta los ojos y, como diría Sancho, “con cuatro cepas y dos
yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante”, tocándole luego a
Miguel negociar las infinitas trampas que dejó en herencia a la casa que pudo
salir, medianamente adelante, gracias a la protección del benéfico cura Juan de
Palacios, hermano de la suegra, doña Catalina. Él es quién casa a la
excepcional e histórica pareja.
Descendiente la
esposa, doña Catalina, de hombres de armas, curioso resulta saber que uno de
los diez hermanos de don Hernando, su padre, concretamente Alonso de Salazar,
fue compañero de milicia del gentil Garcilaso de la Vega, así como testigo de
su testamento, junto con Juan Boscán, en Barcelona.
Me interesa
ahora comentar el texto de un curioso documento fechado en Toledo el 28 de
abril de 1587 y firmado por Cervantes en el despacho del escribano Ambrosio
Mexía. El escritor habría llegado a Toledo el día 25, acompañando las veneradas
reliquias de Santa LeocadiaA que descansaron en Esquivias la noche del 23 al
24. Con la presencia de la Corte de Felipe II en pleno, e infinitos visitantes
de todos los lugares de España , la Ciudad Imperial, abarrotada, brillaba en
aquellas jornadas de gloria y esplendor.
Miguel debió
encontrarse en Toledo con alguien muy importante que le sugiere, inclusive pudo
recomendar, su traslado inmediato a Sevilla para ingresar como funcionario de
la Hacienda Pública con el cargo de Comisario de Abastos, aprovechando el
proyecto militar en marcha contra Inglaterra, culminando en lo que fuera la
nefasta “Armada Invencible”.
El documento es
ni más ni menos que un poder notarial (diríamos hoy), para que su joven esposa
pueda realizar cuantas operaciones crea convenientes o necesarias durante el
tiempo que pudiera durar una ausencia imprevista.
Le acompaña y
testifica en la operación escribanil, uno de los sobrinos toledanos de doña
Catalina, Gabriel de Guzmán, íntimo de Miguel, quien será el encargado de
llevarlo a su tía en mano, junto con una carta personal de el esposo, por
entonces ya en la ciudad del Guadalquivir.
“A vos, doña
Catalina de Salazar y Palacios –reza la escritura-, mi mujer, que estáis
ausente, especialmente para que por mi y en mi nombre y en el vuestro podáis
demandar, recibir, haber y cobrar todos y cualesquier maravedís, pan, trigo y
cebada y otras cualquier cosas que a mi y a vos son y fueren debidas y
pertenecientes por cualquier persona o personas vecinos de cualquier partes,
así como por obligaciones, , cédulas, conocimientos y cuentas…” Afluye sin duda
al documento la generosidad de un hombre tan íntegro como fue Miguel de
Cervantes. Y así me lo corrobora, técnicamente, mi ilustre amigo el notario de
Toledo Ignacio Carpio, a quien consulto el interesante tema.
Como quiera que
entre los investigadores de la vida y obra de Cervantes nunca faltaron
malidicentes ni fabuladores, sacándole conclusiones absurdas o equívocas al sencillo
documento, siempre, eso si, como en otros muchos momentos, en perjuicio del
buen nombre de la fiel esposa del autor de El Quijote, como es el caso del
hispanista norteamericano Daniel Eisemberg, cuyo trabajo al respecto lleva el
contradictorio título de “El convenio de separación de Cervantes y su esposa
Catalina”. ¿Un convenio unilateral por parte de Miguel de Cervantes, a espaldas
de su mujer y sin su beneplácito, “acuerdo”, ni firma? Ni la Ley lo permitía,
ni ningún escribano de la época se hubiera arriesgado a permitirlo. Nuestro
gran creativo define a la perfección la idea que en tal cuestión prevalece por
el momento : “La de la propia mujer no es mercaduría que una vez comprada se
vuelve, se trueca o se cambia; porque es accidente inseparable que dura lo que
dura la vida: es un lazo que si un día echáis al cuello, se vuelve en nudo
gordiano, que, si no le corta la guadaña de la muerte no hay desatarle”.
(Q.II-XIX)
Después de su
casamiento, no hay biógrafo que haya podido detectar en la vida del genial
alcalaíno otras mujeres que no sean las sugestivas de su obra. Nunca hubo
separación, ni de hecho ni de derecho, entre Miguel y Catalina. Si él marcha a
Andalucía y ella queda en la Sagra, orteguiana consecuencia es la del ser
humano y sus circunstancias: ¡Y qué circunstancias las del momento, Señor de
los justos¡
La silenciosa
compañera del Regocijo de las musas, salvo aquel contratiempo que supera
pensando en la obligación de cuidar y educar a sus hermanos menores, no volvió
jamás a separarse de su esposo, ni siquiera ante el imperativo la muerte, pues
sobreviviéndolo diez años, nuca pensó regresar a sus orígenes. Y en Madrid
permanecería, muy cerca de la onda poética de su amado; y en silencio supo
luchar contra los desaforados gigantes/editores para sacar a la luz la obra
póstuma del genio, “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”.
¿Separación
acaso, mis queridos ilustrados enredadores? “Quiero enterrarme –expresa en su
testamento- en el Monasterio de Trinitarias, junto a mi esposo al que tanto amé
en vida”.
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