domingo, 28 de julio de 2013

Doña Catalina de Salazar, la esposa de Miguel de Cervantes hasta su muerte.


 
Sabemos muy poco de esta mujer callada y discreta que fuese la esposa única y legítima de Miguel de Cervantes, el “raro inventor” que vino a legarnos la mejor herencia literaria y humanística de todos los tiempos. No obstante la sequía biográfica de la singular entrañable persona, todo cuanto de ella esté al alcance de nuestro humilde conocimiento lo vamos a expresar a continuación. Lo haremos siempre y en cualquier lugar.


Sabemos documentalmente que recibió las aguas bautismales en Esquivias, el día 12 de noviembre de 1565 y que, sesenta y un años después, el 31 de octubre de 1626, desde la madrileña calle de los Desamparados, donde fallece el día 30, baja a la sepultura, en el subsuelo del Convento de Trinitarias Descalzas de la calle de Cantarranas (hoy Lope de Vega), junto a los gloriosos restos de su esposo que la esperaban desde diez cósmicos años de soledad. Que fue hija legítima de Fernando de Salazar Vozmediano y de Catalina Palacios y Salazar; que su ascendencia, “por línea recta de varón”, tiene profunda raíz toledana, ya que su tatarabuelo fue Diego Hernández de Espinosa, escudero de Enrique IV el Impotente, así como respetable hidalgo de esta ciudad, donde sus bisabuelos, también paternos, fueron Alonso de Salazar (escudero y hombre de armas) y Marina Ruiz del Castillo, hija del jurado Gonzalo Sánchez del Castillo.

Parientes suyos fueron Luís García de Salazar el Viejo y Juan de Salazar, éste último Alcaide de el Alcázar de Toledo, ambos sobrinos del arzobispo don Alonso Carrillo.

El hecho de la condición hidalga de doña Catalina es, pues, de toda evidencia, y aunque Cervantes dijera que “la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale”, en otro pasaje del Quijote, donde trata de la sin par Dulcinea del Toboso, muy posiblemente inspirado en su joven esposa, dice: “Hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradable por cortés, cortés por bien nacida, y, finalmente, alta por linaje a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas”.

Sabemos con certeza que fue la segunda de cinco hermanos, de los cuales solamente sobrevivieron ella y dos más: Francisco y Fernando. El primero sería más tarde sacerdote y Comisario del Santo Oficio en Esquivias, el segundo vendría a profesar en la Orden de San Francisco, ubicada en el Monasterio de San Juan de os Reyes de Toledo.

Sabemos que su padre, don Fernando o Hernando, fallecido el 6 de febrero de 1584 (diez meses antes de la boda de Cervantes y su hija), merced a su liberalidad, propia del soldado que había sido –según autorizada opinión de su yerno-, ejerció toda su vida de fatal administrador y de siniestro manirroto, por lo que dejó a su familia endeudada hasta los ojos y, como diría Sancho, “con cuatro cepas y dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante”, tocándole luego a Miguel negociar las infinitas trampas que dejó en herencia a la casa que pudo salir, medianamente adelante, gracias a la protección del benéfico cura Juan de Palacios, hermano de la suegra, doña Catalina. Él es quién casa a la excepcional e histórica pareja.

Descendiente la esposa, doña Catalina, de hombres de armas, curioso resulta saber que uno de los diez hermanos de don Hernando, su padre, concretamente Alonso de Salazar, fue compañero de milicia del gentil Garcilaso de la Vega, así como testigo de su testamento, junto con Juan Boscán, en Barcelona.

Me interesa ahora comentar el texto de un curioso documento fechado en Toledo el 28 de abril de 1587 y firmado por Cervantes en el despacho del escribano Ambrosio Mexía. El escritor habría llegado a Toledo el día 25, acompañando las veneradas reliquias de Santa LeocadiaA que descansaron en Esquivias la noche del 23 al 24. Con la presencia de la Corte de Felipe II en pleno, e infinitos visitantes de todos los lugares de España , la Ciudad Imperial, abarrotada, brillaba en aquellas jornadas de gloria y esplendor.

Miguel debió encontrarse en Toledo con alguien muy importante que le sugiere, inclusive pudo recomendar, su traslado inmediato a Sevilla para ingresar como funcionario de la Hacienda Pública con el cargo de Comisario de Abastos, aprovechando el proyecto militar en marcha contra Inglaterra, culminando en lo que fuera la nefasta “Armada Invencible”.

El documento es ni más ni menos que un poder notarial (diríamos hoy), para que su joven esposa pueda realizar cuantas operaciones crea convenientes o necesarias durante el tiempo que pudiera durar una ausencia imprevista.

Le acompaña y testifica en la operación escribanil, uno de los sobrinos toledanos de doña Catalina, Gabriel de Guzmán, íntimo de Miguel, quien será el encargado de llevarlo a su tía en mano, junto con una carta personal de el esposo, por entonces ya en la ciudad del Guadalquivir.

“A vos, doña Catalina de Salazar y Palacios –reza la escritura-, mi mujer, que estáis ausente, especialmente para que por mi y en mi nombre y en el vuestro podáis demandar, recibir, haber y cobrar todos y cualesquier maravedís, pan, trigo y cebada y otras cualquier cosas que a mi y a vos son y fueren debidas y pertenecientes por cualquier persona o personas vecinos de cualquier partes, así como por obligaciones, , cédulas, conocimientos y cuentas…” Afluye sin duda al documento la generosidad de un hombre tan íntegro como fue Miguel de Cervantes. Y así me lo corrobora, técnicamente, mi ilustre amigo el notario de Toledo Ignacio Carpio, a quien consulto el interesante tema.

Como quiera que entre los investigadores de la vida y obra de Cervantes nunca faltaron malidicentes ni fabuladores, sacándole conclusiones absurdas o equívocas al sencillo documento, siempre, eso si, como en otros muchos momentos, en perjuicio del buen nombre de la fiel esposa del autor de El Quijote, como es el caso del hispanista norteamericano Daniel Eisemberg, cuyo trabajo al respecto lleva el contradictorio título de “El convenio de separación de Cervantes y su esposa Catalina”. ¿Un convenio unilateral por parte de Miguel de Cervantes, a espaldas de su mujer y sin su beneplácito, “acuerdo”, ni firma? Ni la Ley lo permitía, ni ningún escribano de la época se hubiera arriesgado a permitirlo. Nuestro gran creativo define a la perfección la idea que en tal cuestión prevalece por el momento : “La de la propia mujer no es mercaduría que una vez comprada se vuelve, se trueca o se cambia; porque es accidente inseparable que dura lo que dura la vida: es un lazo que si un día echáis al cuello, se vuelve en nudo gordiano, que, si no le corta la guadaña de la muerte no hay desatarle”. (Q.II-XIX)

Después de su casamiento, no hay biógrafo que haya podido detectar en la vida del genial alcalaíno otras mujeres que no sean las sugestivas de su obra. Nunca hubo separación, ni de hecho ni de derecho, entre Miguel y Catalina. Si él marcha a Andalucía y ella queda en la Sagra, orteguiana consecuencia es la del ser humano y sus circunstancias: ¡Y qué circunstancias las del momento, Señor de los justos¡

La silenciosa compañera del Regocijo de las musas, salvo aquel contratiempo que supera pensando en la obligación de cuidar y educar a sus hermanos menores, no volvió jamás a separarse de su esposo, ni siquiera ante el imperativo la muerte, pues sobreviviéndolo diez años, nuca pensó regresar a sus orígenes. Y en Madrid permanecería, muy cerca de la onda poética de su amado; y en silencio supo luchar contra los desaforados gigantes/editores para sacar a la luz la obra póstuma del genio, “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”.

¿Separación acaso, mis queridos ilustrados enredadores? “Quiero enterrarme –expresa en su testamento- en el Monasterio de Trinitarias, junto a mi esposo al que tanto amé en vida”.

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