«el ric menja quan vol, el pobre quan pot i el monjo quan li toca»
Los sistemas alimenticios medievales
Cada estamento social desarrolló, entre 1280 y 1500, su propio sistema alimentario, seleccionó, de acuerdo con sus posibilidades respectivas, una gama más o menos amplia de víveres, les atribuyó, según un criterio no estrictamente funcional, un valor determinado y los combinó de forma diferente. El resultado consistió en una serie de regímenes muy diversos. El proverbio catalán «el ric menja quan vol, el pobre quan pot i el monjo quan li toca» es aplicable también a las sociedades pretéritas del Mediterráneo noroccidental.
l. La sobriedad forzosa de los menestrales y del «poble menut»
Durante la Baja Edad Media, las gentes de oficio, los expertos en las actividades mecánicas, la terça ma12, se convirtieron, también en las riberas del Mediterráneo noroccidental, en el estamento más representativo de la población urbana. El análisis de sus sistemas alimenticios no constituye, a pesar de su representatividad social, una tarea fácil, puesto que la documentación relativa a la vida privada, a medida que vamos descendiendo en la escala social, se hace más escasa e inexpresiva. Tanto para el artesano que disponía de obrador propio como para el asalariado que trabajaba por cuenta ajena, comer cada día constituiría una preocupación constante. La escasa cuantía13 y la irregularidad de sus ingresos les hacían especialmente vulnerables frente a las oscilaciones de precios de los alimentos, puesto que, al no disponer de propiedades rurales, dependían, para su abastecimiento diario, del mercado local.
La dieta ordinaria de los estamentos populares urbanos se apoyaba sobre el pan de trigo14, por lo menos en las épocas normales, a cuya adquisición consignaban la mitad aproximadamente de su presupuesto alimentario. Incialmente la mayoría de las familias menestrales preparaba el pan en casa15 y lo cocía fuera, en el horno del barrio, cuyo concesionario se quedaba, en pago por su trabajo, una parte de la hornada, normalmente 1/20, que destinaba a la venta. Desde mediados del siglo XIV, se difunde, sin embargo, la costumbre de encargar la fabricación del pan cotidiano a un panadero, a quien se entregan periódicamente partidas de cereales, o de adquirir el panl6 en una fleca de ros, tahona especializada en la manipulación de harinas integrales de trigo, más baratas que las refinadas17. Este cambio de usos, que parece obedecer a un afán por consumir pan de mayor calidad, más reciente y menos duro, estimula a los poderes locales a construir nuevos hornos18 y consolida el ascenso económico y social de los panaderos, que se convierten, junto con los pañeros y los carniceros, en una auténtica aristocracia menestral. Esta mejora de las expectativas profesionales provoca un desplazamiento casi sistemático de las mujeres, al frente de las tahonas, por los hombres. La fabricación de pan para la venta, que empezó como una actividad femenina, se transforma, en la segunda mitad del siglo XIV, en una digna y rentable tarea masculina19.
Durante las frecuentes crisis frumentarias, las autoridades municipales repercutían la restricción de la oferta de cereales en el peso y la composición del pan, no en el precio, que procuraban mantener inalterado20, limitaban la cuantía del hornaje, colocándola por debajo de 1/25 de las unidades cocidas21, y adoptaban una serie de medidas tendentes a incrementar la oferta de cereales22• El concejo, consciente del importante papel que este producto jugaba en el régimen alimenticio de amplios sectores de la población urbana, ejerció siempre un control estrecho sobre el comercio de granos23 y sobre el funcionamiento de los hornos y de las tahonas de la ciudad24, a fin de garantizar a las capas subalternas un abastecimiento fluido de pan, amortiguando las oscilaciones de precio y de calidad. Las piezas que los supervisores oficiales consideraban fraudulentas, por falta de peso o de calidad, eran incautadas al panadero y se distribuían entre las instituciones caritativas de la ciudad25•
La ración diaria de pan oscilaría, en función del precio del trigo, entre los 400 y los 700 gramos por persona. El pan se había convertido en un alimento tan esencial que, antes de de 1200, se le atribuyó un fuerte simbolismo religioso. Cuando, a mediados del siglo XII, se generalizaron entre todos los estamentos de la sociedad las misas de difuntos, se impuso la costumbre de entregar, en el ofertorio, un pan de un dinero, usanza que continuaba vigente en Barcelona hacia 1400.
El consumo de carne fresca, entre la pequeña burguesía, retrocedió sustancialmente, en cambio, entre 1100 y 135026, a pesar de las medidas adoptadas por los oficiales reales y los ediles para evitar las bruscas oscilaciones de precios27 y garantizar su salubridad28• Los menestrales, incluso después del auge experimentado, a raíz de la Peste Negra, por la ganadería, sólo tenían acceso a las variedades menos selectas y más baratas: la cabra, la oveja29, el macho cabrío y la cerda30• El carnero3I se reservaba para los escasos ágapes extraordinarios, festivos o funerarios32• La exigua presencia de carne fresca en la dieta cotidiana33 producía frustración entre las familias menos solventes, que la consideraban, como los restantes estamentos sociales, el mejor sustento para el hombre, una vianda que ayudaba a conservar la salud y a superar la enfermedad. Su carencia era compensada parcialmente con tocino salado34 y algunas legumbres y verduras de poco valor. Los potajes de habas, lentejas o guisantes35, las menestras de col y cebolla, y las sopas de pan duro con caldo de carne salada debían de aparecer a menudo en las mesas humildes. La calabaza, en verano, y las espinacas y los puerros, en invierno, aportarían un poco de fantasía a este régimen monótono. La fruta, considerada como un alimento superfluo, como un lujo reservado a las clases altas, ocupó, en cambio, un lugar periférico en al dieta ordinaria del poble menut.
El vino corriente de la tierra enriquecía en hidratos de carbono una dieta deficitaria en lípidos y proteínas. El consumo diario por persona se situaría por debajo de los tres cuartos de litro, nivel propio de los miembros de la alta burguesía36• La penuria de vino se revela, en las grandes ciudades, como más soportable que la de pan. En los años de mala vendimia, el consistorio se limita a liberalizar las importaciones y no pone en funcionamiento ningún otro de los mecanismos ideados para superar las crisis cerealistas. La escasez de vino sólo inquieta a los responsables municipales durante las epidemias o cuando la calidad del agua suscita recelos entre amplios sectores de la población. El concejo de Barjols (Var), en octubre de 1403, busca vino en el exterior, para atender las necesidades de los numerosos vecinos enfermos, testimonio interesante de las virtudes curativas atribuidas, a finales de la Edad Media, al vino en Provenza37• Los médicos catalanes, en cambio, no incluyen el vino entre los posibles remedios de la peste, desaconsejan el consumo, durante las epidemias, de los caldos fuertes y dulces38, recomiendan reducir sensiblemente las raciones y sugieren concentrar su ingestión al final de las comídas39• Con vino blanco y una amplia gama de componentes vegetales, la farmacología mediterránea bajomedieval, continuando una tradición heredada de los árabes, preparaba un conjunto de bebidas medicinales, para remedio de numerosas enfermedades, como la depresión, la amnesia, la ictericia, el asma, las ventosidades o el restreñimiento40• La incidencia de estas recomendaciones en las prácticas alimentarias de los estamentos populares, para quienes la medicina universitaria constituía un lujo inalcanzable, debió de ser, sin embargo, escasa.
En los días penitenciales, un trozo de queso, de sardina, anchoa o congrio salados41, o un huevo constituirían el companaje normal. El pescado fresco, con una oferta bastante más baja, incluso en la ciudades marítimas, que la de la carne, se vendía, excepto el delfín, el atún, la sardina y la corvina, a unos precios42 poco asequibles para la menestralía. Las autoridades municipales, conscientes de este problema, procuraban asegurar el abastecimiento, atenuar las oscilaciones de precios y erradicar los fraudes. El control concejil era especialmente intenso durante la Cuaresma, cuando la demanda alcanzaba sus cotas máximas. En las poblaciones interiores, durante el verano, el pescado de mar, por razones higiénicas, sólo se vendía salado. La pesca, incluso la recién capturada en los mares cercanos, la más sabrosa, suscitaba escaso entusiasmo entre amplios sectores de la sociedad, que, al considerarla como una vianda de calidad inferior a la de la carne, poco atractiva, más apta para la mortificación que para el deleite, circunscribían su consumo a las jornadas penitenciales43. La presencia periódica del pescado en las mesas populares obedecía más a una imposición eclesiástica que a una opción de los comensales, de ahí que las familias artesanas no le asignaran un lugar importante en su presupuesto alimentario y prefirieran reservar los escasos recursos disponibles para la compra de otros manjares más suculentos y apetecibles.
La dieta podía llegar a ser, en las capas más bajas, muy estrecha y poco variada; un sector de la población urbana tendría que conformarse con unas rebanadas de pan negro de cebada, cebollas, ajos y, eventualmente, un pequeño trozo de tocino, acompañados de agua o de vinagre44, régimen con un contenido calórico inferior al que ofrecían, durante la primera mitad del siglo XIV, las instituciones caritativas a algunos pobres locales. Para quienes vivir no era más que subsistir, la dieta que Francesc Eiximenis proponía como normal entre las familias de la pequeña burguesía, un plato de carne o de pescado, para almorzar, y otro de pescado o huevos, para cenar45, constituiría un anhelo poco menos que inalcanzable. La obligada sobriedad que presidía los hogares populares explica que sus moradores considerasen -como los campesinos coetáneos- la abundancia y diversidad de alimentos como la antesala de la felicidad46.
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PANEM NOSTRUM QUOTIDIANUM DA NOBIS HODIE».
LOS SISTEMAS ALIMENTICIOS DE LOS ESTAMENTOS POPULARES
EN EL MEDITERRÁNEO NOROCCIDENTAL EN LA BAJA EDAD MEDIA
Antoni Riera Melis
(Universidad de Barcelona)