domingo, 14 de julio de 2013

Sor Marcela de San Félix: la hija bastarda de Lope de Vega que se metió a monja arrepentida de los pecados de su padre

Sor Marcela de San Félix: Me obliga a entregársela a Dios
Me escapé a suelo sagrado como hacen los delincuentes, para huir del poco cariño que me mostraban mis padres, y las molestias que les causaba». Sor Marcela de San Félix, que en el mundo había sido Marcela Expósita, hija bastarda de Lope de Vega, no podía hablar con mayor claridad. Había sido infeliz durante 16 años, los que tardó en profesar en el convento de las Trinitarias Descalzas. El resto de su vida, los 66 años que le restarían hasta su muerte, transcurrieron en paz.
Lope de Vega reconocía que no era capaz de sentir los puntos intermedios entre el amor y el aborrecimiento; y sin embargo, con esta hija, la más dotada de los muchos que le nacieron, fue tibio. Era hija de Micaela de Luján, Camila Lucinda, una mujer bella, rubia y vulgar, y nació en Toledo en 1605. Micaela, aunque mantuvo una relación de más de 15 años con Lope, estaba casada con un marido viajero, y la niña fue bautizada como hija de padres desconocidos; pero en cambio, su hermano Lope Félix, Lopillo, que nació dos años después de la misma relación, fue registrado orgullosamente como legítimo, y con el apellido paterno.
Cuando la segunda esposa de Lope murió, Marcela y Lopillo, fueron llevados a Madrid, y criados allí con sus hermanastros, pese a que su padre ya había roto con Micaela; otro hijo de Félix había muerto el año anterior, de manera que Lopillo gozó de aún más privilegios.
Eran años triunfales para Lope, años de locura y de escarceos. Entraban y salían la promiscua Jerónima de Burgos, alcohólica, amante de Lope y antigua amiga de Micaela; Lucía de Salcedo, una viuda alegre, y multitud de amantes anónimas. Al poco tiempo de profesar como sacerdote, se enamoró de Marta de Nevares, una joven casada con la que vivió cuando se quedó viuda.
El ambiente en aquella casa llena de gatos debía de ser asfixiante: el padre, sacerdote, pero uno de los personajes más conocidos y solicitados del reino, vivía un constante apasionamiento amoroso, hablaba del amor como algo irresistible y letal, y se hundía luego en arrepentimientos constantes, crueles y reales. Se perdía la cuenta de los hijos ilegítimos y legítimos que tenía (posiblemente unos 15), y se enfrascaba en constantes procesos legales.

Marcela optó por una salida que en aquel siglo se antojaba coherente: en el convento no sólo conciliaría el sentimiento amoroso con el anhelo de santidad, sino que tendría un poco de autonomía. De otra manera, sería siempre otra hija bastarda de Lope. Y podría estudiar: no recibió una educación específica, su padre nunca se tomó en serio su capacidad para versificar ni alentó el amor de su hija por el estudio. Tampoco vio con buenos ojos que se hiciera monja; ese mismo año, además, Lopillo se unía al ejército. Marta de Nevares se había quedado ciega, e iniciaba un lento camino hacia la locura, que Marcela no deseaba presenciar.

Lope intentó sacar el mayor provecho posible de la situación: en una carta a una amante peruana, confesaba: Marcela, a sus tres lustros, ya me obliga/ a entregársela a Dios, a quien desea./ Si él se sirviera, que su intento siga. Y sin embargo, bajo este gesto de abnegación paterna, no fue él, sino su patrono, el Duque de Sussa, el que dotó a Marcela. Lope se lo había suplicado. Y en otras cartas se había encargado de pregonar que su hija profesaba por sus altos sentimientos religiosos, porque no era ni fea, ni necia.

La toma de hábitos de la adolescente se convirtió en un gran acontecimiento social; la apadrinaron dos marqueses, y acudieron mecenas y admiradores de su padre. Una monja joven y bonita, y al resguardo de la sangre ardorosa del padre. ¿Se podía cumplir mejor con las expectativas de la época?

En realidad sí: Marcela, aunque monja de clausura, se había desplazado apenas algunos metros, y vivía a tiro de piedra de su padre. El convento de las Trinitarias era considerado como uno de los más prestigiosos en cuanto a estudio y amor por el ingenio, y además recibía generosas donaciones. También se creía que Isabel de Saavedra había profesado en esa orden; otros cervantistas dicen que ese dato es falso, y que la hija ilegítima, aunque reconocida de Cervantes, nunca pisó ese convento, y tuvo, en realidad, una vida mucho más ajetreada.

Sor Marcela fue una monja ejemplar. Posiblemente, y no sólo por su interés por la educación, sino también por los conocimientos que por su mucha edad acumuló, fue la monja más culta de su convento. Conocía bien los escritos de Santa Teresa, las teorías del platonismo que imperaban en la época, y por supuesto, las obras y los presupuestos de su padre. Pasó por todo tipo de tareas; fue actriz conventual, directora de autos, poeta y dramaturga, pero monja provisora (le aterraba la tacañería de algunas de sus madres), maestra de novicias, y hasta encargada del gallinero del convento.No han sido pocos los que dicen que algunos poemas de la hija podrían rivalizar con los del padre. Obviamente, ni en cantidad (de Sor Marcela sólo se conserva un cuaderno de 507 hojas, con un puñado de poemas, seis obras de teatro y una biografía ejemplar de una madre del convento), ni en intensidad, ni en variedad temática podría compararse con la impresionante producción de Lope. Sin embargo, de eso no tuvo la culpa Marcela: su confesor le ordenó que quemara los cuatro cuadernos restantes, muy en la moda de la época, que sospechaba de las mujeres inteligentes; y respecto a los temas, alguna antología del siglo XIX censuró los pasajes humorísticos que se habían salvado, porque los consideraban demasiado picantes para la época.
No hay razones para pensar que fuera una persona liviana: le avergonzaban las maneras y los escándalos de su padre, hasta tal punto que, en ocasiones, le negó el derecho de visita. Tampoco sus hermanos le daban satisfacciones: Antonia Clara, la preferida del padre por ser hija de Marta, fue seducida y abandonada, otro destino típico de la mujer de la época. Lopillo murió joven, en tierras extrañas, dicen que pescando perlas.

Con el tiempo, se convirtió en apoyo y consejera de su padre, anciano y amargado. Murió cuando ella tenía 30 años, y pidió permiso para que le permitieran ver el desfile del fastuoso entierro desde la celosía del convento. Entonces fue definitivamente libre. Al final de su larga vida, que llegó a los 82 años, ya sólo deseaba morir.






 

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